A veces la vida te regala seres con los que hablar el mismo idioma .
¿Y cómo fue? ¿Cómo explicar la simplicidad del momento?
.
ENCUENTROS
—¿Podemos sentarnos?, pregunté con cierta suspicacia al ver
que aquella terraza estaba a tope y tú sentada en una mesa de cuatro tan sola y a gusto. En realidad pensaba que
sería una buena forma de echarte.
—Sí, sí, sin problema. Hay tanta gente… —expusiste invitándonos a acompañarte.
—Pues ya somos tres. Gracias, contestamos.
No nos conocíamos de nada. Y sin embargo nos sentamos y
comenzamos a hablar de la vida como si fuéramos amigas de siempre, de los novios, de los amantes, de los viajes, de la familia y, sobre todo, de nuestros sueños. Como
confidentes anónimos. Creo que eso es lo que hizo que nos desahogáramos. Total,
nunca nos volveríamos a encontrar. Estábamos quebradas. Sí. Las tres. Cada una
por lo nuestro. Ningún detalle al respecto, pero portábamos en la mochila cosas gordas: un cáncer, una madre
soltera con dos hijas y ex marido ludópata que la dejó
en la más inmensa de las ruinas. Pero esos temas nunca salieron a relucir. Ni falta que hizo.
Eran
aproximadamente las dos de la tarde de un domingo de otoño del año
2016, tal vez finales de octubre. Sonreíamos en la plaza de Lavapiés, en
una terraza, tomando cervezas y aceitunas con patatas fritas de bolsa, bajo un
sol que nos acariciaba el pelo. Y, por momentos, parecíamos
tan felices y normales como el resto de la humanidad.
Hay encuentros interesantes en la vida. Atraparlos, guardarlos y cuidarlos para siempre con la alegría de volver a revivirlos, esa es la cuestión. Siempre hay espacios, distancias más bien, que no nos permiten compartir nuestro tiempo con los seres que amamos. Y siempre hay excusas... también. Pero por muchas que sean no sirven para romper esos lazos rojos que por alguna extraña razón una vez quedaron unidos por el destino.